Ante la imagen de un mapa físico peninsular, el triángulo de la depresión del Ebro destaca inconfundible para cualquier escolar sobre la práctica totalidad del cuadrante nororiental. Su ascendiente planea, incluso, sobre toda la costa levantina, pues es la única gran corriente fluvial de la vertiente mediterránea, frente al resto de arterias peninsulares de similar entidad Tajo, Duero, Guadiana y Guadalquivir que fluyen hacia el océano. 930 km de recorrido convierten al Ebro en el segundo río más largo de la Península Ibérica, después del Tajo, aunque su disposición en el interior de un valle amplio y bien definido por cadenas montañosas le permite vertebrar más de 85.000 km², constituyendo así la cuenca más compleja, extensa y caudalosa del territorio.
Esa cuenca triangular está nítidamente enmarcada por los Pirineos, al norte y en dirección oeste-este; el Sistema Ibérico, por la margen derecha, en dirección noroeste-sureste; la cordillera Cantábrica, en el ángulo noroeste; y la cadena Costero Catalana, al este y en paralelo al litoral. Son montañas de relieves enérgicos que elevan la divisoria de aguas hasta la media de los 2.000 m de altitud.
En Fontibre, donde se sitúan las fuentes kársticas del Ebro, afloran las aguas de origen montano que ha recogido previamente el río Híjar. Poco después, en Reinosa, se suma el Izarilla por la margen orográfica derecha. Hasta el desfiladero de las Conchas de Haro, continúa recibiendo los caudales del Rudrón, el Oca y el Oroncillo, por la derecha, y del Nela, el Jerea, el Omecillo, el Bayas y el Zadorra, por la izquierda. Una vez en la depresión central, donde alcanza la madurez e inicia su divagar entre somontanos, muelas y otros valles, los principales aportes descienden del norte: Linares, Ega, Aragón, Arba y Gállego. En la margen derecha se suceden los afluentes Tirón, Najerilla, Daroca, Iregua, Leza, Cidacos, Alhama, Queiles, Huecha, Jalón, Huerva, los modestos Ginel y Lopín y el Aguas Vivas.
Antes de que el Ebro vuelva a encajarse en las últimas sierras prelitorales, recoge aguas del Martín, Regallo, Guadalope y Matarraña, por la derecha, y del sistema Cinca-Segre, por la izquierda. Estos dos afluentes, los más caudalosos de la cuenca, se unen justo antes de llegar al Ebro, en el conocido Aiguabarreig, lugar que mezcla aguas, tierras y culturas. Cerca del mar los cursos fluviales tributarios son de escasa entidad. Las características del reborde montañoso van a determinar también la variabilidad climática de la cuenca, una litología diversa y el complejo régimen hídrico que nutre al gran río, aspectos que, a la postre, condicionan la biodiversidad que acoge en su seno. El clima transita entre las influencias atlántica y mediterránea, si bien el cinturón de montes retiene ambas y potencia valores continentales. Suaves temperaturas y abundancia de lluvias, repartidas durante casi todo el año, provienen del norte oceánico y se extienden por el curso alto del Ebro, alcanzando la parte septentrional de la Ibérica y la mitad oeste de los Pirineos. En este último caso, las altas cumbres imponen el clima de montaña. En el otro extremo, la Cadena Costero Catalana frena también las bondades procedentes del Mediterráneo, sólo interrumpidas por gotas frías y sequías veraniegas. Frente a estos climas templados, el centro de la cubeta sufre un descenso drástico de precipitaciones y el duro contraste entre inviernos rigurosos y canículas estivales. A grandes rasgos, se trata de un clima seco, de tipo mediterráneo continentalizado, en el que la fuerte evotranspiración incide en la aridez del suelo, las nieblas invernales reducen la insolación y aumentan la sensación de frío y la inestabilidad equinoccial se caracteriza por la aparición, desde el norte, del cierzo.
La litología va unida a la historia geológica de la cuenca. Ésta comenzó a gestarse hace unos 65 millones de años –finales del Secundario o Mesozoico y principios del Terciario– como consecuencia de la orogenia Alpina. El choque de las placas africana y europea provocó importantes plegamientos de rocas y la formación de las montañas que acompañan al Ebro. El contrapunto de los Pirineos y del Sistema Ibérico, izados sobre sendas fosas marinas, fue la formación de la cubeta del Ebro. Esa depresión se rellenó con un mar que pronto derivó en un enorme lago salino. La apertura de un pasillo en las sierras costero catalanas produjo su vaciado y el establecimiento de la red fluvial que viene actuando durante el Cuaternario. En ella, fue esencial el papel de las glaciaciones, que acarrearon fuertes oscilaciones en el nivel del mar y, en consecuencia, afectaron al desnivel entre cabeceras y zonas de desagüe. De este modo, el final de la Edad de Hielo produjo la formación del delta.
A causa de esa tectónica y de los posteriores procesos erosivos, afloran variados tipos de rocas. Areniscas, margas, conglomerados, arenas y calizas mesozoicas (fundamentalmente del Cretácico y Jurásico) constituyen la base del tramo alto del Ebro, a veces encajado de forma espectacular. En la depresión terciaria pasa a instalarse sobre un lecho de arcillas, arenas y rocas evaporíticas (yesos, sales sódicas y potásicas), combinadas con capas más resistentes de calizas, areniscas y conglomerados. Los terrenos calcáreos mesozoicos dominan en la Cadena Costero Catalana, tras la que vuelven a aparecer los materiales detríticos del Terciario y Cuaternario. La litología del resto de la cuenca incluye también rocas metamórficas y eruptivas de la Era Primaria o Paleozoico en los diferentes macizos montañosos.
Una disposición morfoestructral de tal complejidad provoca que el régimen hídrico del Ebro sea también el más complejo del conjunto de arterias peninsulares. Sus aportes abarcan un buen número de tipos, desde el nival puro a los diversos regímenes pluviales, tanto mediterráneos como atlánticos, pasando por sus posibles combinaciones. De este modo, pese a su condición de río mediterráneo, su comportamiento en Tortosa es similar a los grandes ríos pirenaicos de la vertiente francesa.
La magnitud de la cuenca descrita permite la sucesión y solapamiento de múltiples ambientes y escenarios naturales (desde la alta montaña al mar, a través de los desiertos de Bardenas y Monegros). Atendiendo sólo al río Ebro, los más de 900 km de cauce principal atrapan una biodiversidad difícil de igualar, pese a las importantes intervenciones humanas que han modificado su estado y dinámica naturales.
Del manto vegetal que acompaña su discurrir, chopos, álamos blancos y sauces constituyen la tríada básica de los sotos o bosques de ribera. En una orla más exterior, olmos y, en primera línea, aneas, espadañas, carrizos, juncos y tamarices, colonizando terrenos encharcados y playas de grava. Fresnos, trepadoras, saúcos, rosales silvestres, zarzamoras o diversos arbustos del género Salix acaban definiendo una selva de sentidos. En la actualidad, estos refugios de flora y fauna silvestres aparecen aislados a lo largo del Ebro, sombreando orillas, islas y brazos de río abandonados, las características madres o galachos de su tramo medio.
Más allá del albero del río, el valle diversifica su manto, atendiendo a variaciones de clima y suelo. La familia de Quercus formada por encinas, quejigos y melojos se reparte montes y laderas del tramo superior, según sean la composición del suelo y los grados de insolación y humedad. También están presentes las hayas y otras caducifolias del bosque mixto (avellanos, álamos temblones, arces, serbales, etc.). Los pinares acompañan el curso del río hacia el Mediterráneo. A las especies de pinos más comunes, silvestres, carrascos y piñoneros, se añaden coscojas, lentiscos, espino negro, romeros, aliagas, gayubas, tomillos, lastones..., incluso enebros y sabinas, plantas, arbustos o árboles de escaso porte que tapizan el monte bajo cuando el bosque ha desaparecido.
Queda la estepa como tercer gran ecosistema. Sus peculiaridades constituyen uno de los mayores atractivos y tesoros del valle del Ebro. Son tierras yesosas y salitrosas, apenas cubiertas por sisallos, ontinas, retamas, estipas, espartos, asnallos, albadas, efedras y jarillas, entre otras especies, que acogen plantas raras o endemismos como el asprón, el tomillo sanjuanero, la al-arba (Krascheninnikovia ceratoides) o la Riella helicophylla, un alga de las saladas. La mayor parte de la fauna ibérica está representada en este corredor con emblemáticas especies de aves y mamíferos, tanto de interior como costeras, y con un excepcional capítulo de invertebrados, sobre todo de ámbito estepario.
La trascendencia paisajística y medioambiental del Ebro, simplemente acariciada en los párrafos anteriores, tiene su parangón en la dimensión antropológica que el río ha alcanzado desde tiempos remotos. El Camino Natural trenza ambos mundos, el natural y el cultural, el río y sus biotopos y la experiencia, genuinamente humana, de idear y recorrer un camino.
Ibero o Hiberus fue el hidrónimo recogido por los antiguos informadores griegos y romanos, tal vez una trascripción de la palabra indígena “río” que acabó dando nombre a toda una península del occidente europeo y, por extensión, a sus habitantes. Los procesos de aculturación que acarreó la colonización mercantil y la conquista militar señalan un itinerario de remonte, aguas arriba. A cambio, esa exploración del terreno transportó, aguas abajo, un conocimiento útil para acometer nuevas empresas. Por estas fechas (siglos VII a I a. C.) el Ebro era ya un espacio profundamente humanizado. A sus orillas se asomaban pueblos ibéricos (sedetanos, ilergetes e ilercavones), celtas (berones y los propios celtas de iberia o celtíberos) y pueblos de difícil filiación, indoeuropea o no (cántabros, turmogos, autrigones y vascones). El hallazgo de piezas arqueológicas que parecen personificar a un Flumen Hiberus divinizado (fragmento escultórico del siglo II; Museu Nacional Arqueológic de Tarragona) sugieren la consideración del Ebro como lugar antropológico: el río, un espacio dinámico, convertido en referencia de multitud de gentes, dentro de una extensa porción de tierra.
Personas, ideas y objetos fluyeron en doble dirección. Gráficamente, la imagen de esta movilidad es la de un Ebro navegable, jalonado por los puertos de Vareia (Logroño), Caesaraugusta (Zaragoza) y Dertosa (Tortosa). El siglo XX todavía ha contemplado el trajín de almadías y otras naves de pesca y transporte. Los últimos representantes de esta navegación tradicional perviven en el delta, mientras que piraguas y embarcaciones de recreo constituyen la réplica contemporánea. De estos caminos longitudinales parten otros divergentes. La red de calzadas romanas que se adentraban por los valles y se extendían por todos los rincones de Hispania son uno de sus reflejos más antiguos. Reutilizaban viejas vías y servirían de base para otras por venir. Los puentes señalan esa misma divergencia –son muchos y de muchas épocas los que cruzan el Ebro– y otro tanto hacen las barcas de paso, de las que aún sobreviven unos pocos ejemplos. Pero quizá sean diques, azudes, canalizaciones y presas las infraestructuras que más inciden en la idea de separación, en esta ocasión, entre el comportamiento libre del río y el artificio humano que intenta dirigirlo, reencauzarlo. Estas construcciones han contribuido al desarrollo socioeconómico del valle, haciendo del Ebro uno de los ríos más industriosos de la Península. Molinos, batanes, norias, centrales eléctricas, fábricas, potabilizadoras, depuradoras..., son algunas de las instalaciones artesano-fabriles obligadas a establecer un diálogo permanente con el río.
Por último, los caminos son también convergentes: los propios afluentes que descienden abriendo valles; las cabañeras que bajan de la montaña al llano; o todos los ramales del Camino de Santiago que confluyen en el Ebro, para remontar sus aguas y llegar a Compostela y allí donde antiguamente finalizaba el mundo conocido. Este camino espiritual ha generado piezas de patrimonio excepcionales, como el románico que expandió durante su apogeo medieval; y guarda en el Pilar de Zaragoza, a orillas del Ebro, uno de sus mitos fundacionales. Estos caminos naturales, económicos y espirituales, arcaicos, en cualquier caso, son traducciones de la propia corriente fluvial.
El Camino Natural es la versión actual de todos ellos y su heredero. En su recorrido, además de la hermosa metáfora sobre la vida y la regeneración –la permanencia en el cambio–, que evoca cualquier río, el Camino Natural del Ebro depara el hallazgo de un auténtico demiurgo, el flujo organizador de todo este universo plural y emocionante.